Me molo. Que sí, que me molo mucho. Qué pasa. Es como un algo que me supera, me apetece y que viene de mí para volver a mí mismo, pero mejorado.
Es como si una legión de ex modelos cirujanas hubiese estado currando durante décadas sobre mi cutis perfecto y mi tersa piel, que ahora luce brillante y sedosa, coño, porque yo lo valgo. Es como si las neuronas más listas y empollonas estuviesen continuamente celebrando un simposium internacional de sudokus en números romanos dentro de este lujosísimo palacio de congresos que sostengo sobre mis hombros.
Me agoto a mí mismo de tanta mens, de tanto corpore, de tanto sano. De tanto yo, de tanto mí, de tanto me, de tanto conmigo.
Y hablando de mí, yo empecé a molarme un 8 de agosto de 1996 por la tarde. Lo recuerdo porque era jueves, y yo los jueves siempre he tendido a quererme mejor. Bueno, me quiero igual que siempre, pero como los jueves están a medio camino entre mis espléndidos lunes y mis espectaculares domingos, esos suelen ser los días en los que más me echo de menos.
Con el tiempo, mi amor por mí fue evolucionando, desarrollándose, hasta alcanzar primero la categoría embelesamiento y luego, por fin, de adoración. Cuanta más gentuza conocía, más me daba cuenta de que si había algo parecido a la perfección, desde luego no había que irse muy lejos. Mira que di vueltas, mira que busqué entre inútiles y al final la respuesta la tenía aquí mismo, dentro de este cuerpazo que dios me ha dao y que yo tan injustamente valoraba. Hoy, por fin soy la persona a la que más admiro, la mejor versión de mí mismo, lo más parecido a una deidad hecha hombre.
Y qué hombre, oiga.
Yo no entiendo cómo puedo vivir conmigo sin desmayarme. Intento evitar todos los espejos, porque eso que me devuelven, si soy yo, entiendo que por un momento se sientan cuadro. Y después de sentirse así, a ver quién es el guapo que vuelve a reflejar las cosas como si nada. Por su bien, intento pasar desapercibido, rápidamente, como sin pasar. Pero como entenderás, rara vez lo consigo.
Tú qué vas a entender.
Lo mismo me ocurre con mi belleza interior. Todo lo que me digo es tan creativo y tan gracioso que a veces hasta me tengo que dejar de escuchar.
Me pasa poco, pero cuando me pasa, igual llego a oír alguna de las babosadas que tengáis que decir los demás, que no hacéis más que interrumpirme, para después regresar con más fuerzas y ansias renovadas a la única música celestial que resuena tan aterciopelada y temperada, tan sabia, inteligente e ilustrada. La única voz que, tras años de incansable compañía, sigue iluminándome a través de este valle de nadies. La única voz que ha logrado lo impensable, que es captar todo mi interés.
Mira que hay que ser humilde para darse cuenta, pero una vez lo ves claro, oye, como que te rindes ante la evidencia, e incluso vives mejor. Yo lo he conseguido. Me molo. Me molo y aún no sé por qué me molesto en escribírtelo.
Hala, ya puedes dejar de leerme, que me agoto. Bueno, antes de irte, no te pierdas mi último cd barra libro barra espectáculo barra mamonada.
Te encantará.
Risto Mejide.
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